por Juan Butten
Fue un sábado de enero de 1998 cuando lo encontré, apilado entre un libro deshojado de Marcalle Abreu y un manual de mecanografía, en un puesto de la calle Arzobispo Nouel. El lomo estaba maltratado; las hojas, tostadas y amarillas, algunas rayadas y llenas de apuntes hechos con un lapicero azul ya casi borrado. Aun así, se mantenía firme: Paradiso, de José Lezama Lima, primera edición cubana de 1966, 617 páginas, colección “Contemporáneos”.
No lo compré por intuición ni por la fama de su autor. Lo compré porque un amigo —de esos que leen con intensidad y recomiendan con fervor— me había hablado de un capítulo en particular: el ocho. Según él, ese solo capítulo justificaba el resto. “No vas a entender la literatura de otra manera después de eso”, me dijo, casi como una advertencia. En aquel momento pensé que exageraba.
No lo leí de inmediato. Lo dejé en mi taller durante meses, mientras asistía al nacimiento de mi hijo, al desvelo, al silencio forzado. Fue entonces, en medio de la confusión hormonal de un hogar recién estrenado, que me sumergí en ese universo. Tardé dos meses en atravesarlo. Y salí del otro lado cambiado.
Años después, casi por error, decidí releerlo. Pero no fue esa versión, ya que el mismo amigo me lo pidió prestado y nunca me lo devolvió, como tantos otros libros. Tuve que comprar otra edición en eBay: Cátedra Letras HispánicasMadrid, 1993, edición de Eloísa Lezama Lima..
No suelo releer. Prefiero el recuerdo, el eco de la primera lectura, la forma en que un libro se fija en la memoria como una vieja fotografía. Porque la relectura, muchas veces, decepciona. Es como reencontrarse con una exnovia de la adolescencia: aquella que en su juventud brillaba con una belleza que el tiempo ha suavizado. Hay cosas que, si se las vuelve a ver, pierden el hechizo. Y uno prefiere no volver a mirarlas jamás.
Pero con Paradisome equivoqué.
El capítulo ocho es una trampa hermosa. Allí, José Cemíel joven protagonista, vive su iniciación erótica, pero Lezama evita toda narración directa. No hay escenas convencionales ni relato cronológico. Lo que hay es una liturgia barroca,una ceremonia de símbolos, un viaje místico a través del deseo.
El lenguaje no describe: invocaCada oración es un golpe de tambor en una ceremonia secreta. Aparece Fronesis, esa figura ambigua que conjuga belleza y sabiduría, como un guía iniciático. El cuerpo se vuelve texto sagrado. El erotismo, una vía de conocimiento.
Lezama no narra una escena sexual. Construye una mística.No se lee: se decifra. it.
Mientras releía, algo se encendió en mi cabeza. El mismo murmullo que sentí al leer a Proust por primera vez. El mismo vértigo que me provocó Joyce. Y comprendí que Lezama pertenece a esa familia extraña y luminosa de escritores que no solo cuentan, sino que transforman el lenguaje en experiencia..
Proust convirtió el tiempo en un tejido poético. Lezama lo transforma en espiral, donde mito y presente giran como si fueran la misma cosa. En lugar de magdalenas, Lezama ofrece palabras cargadas de mito, metáforas que explotan como frutas tropicales maduras.
Joycepor su parte, descompuso el lenguaje para acercarlo al pensamiento humano. Lezama hace lo mismo, pero a su manera: barroca, neoclásica, caribeña.Sus frases se despliegan como ramas de ceiba, llenas de floraciones imprevistas. Leerlo no es seguir una historia: es perderse en un laberinto para encontrarse en otro plano..
Lezama no escribió desde París ni desde Dublín. Escribió desde La Habana.Desde una isla donde el barroco no era una escuela literaria, sino una forma de sobrevivir al exceso, al calor, al mestizaje, al rito.
En Paradisola historia familiar se cruza con la historia colonial, el catolicismo con el sincretismo, el erotismo con la metafísica. No hay realismo mágico: hay cosmogonía caribeña..
Donde otros narraban, Lezama creaba mundos..
Anoche, sin querer que terminara, acabé esta relectura. Paradisocomo gran cumbre de la literatura hispanoamericana, no envejece. No porque sea eterno, sino porque se reinventa con cada lectura.El lenguaje en Lezama no representa: transforma.Es cuerpo, es símbolo, es tránsito.
Como en Proustcomo en Joycela novela no es historia: es viaje hacia lo esencial..
Y yo, que no releo casi nunca, hoy entiendo que esta vez no había regresado al pasado.
Había nacido de nuevo.