por Juan Butten
Hoy quiero recordar a un gran amigo, Carlos Alberto Goico, quien nació un día como hoy, en 1952. Se convirtió en una figura emblemática de la pintura dominicana y nos dejó el 10 de julio de 2009, después de llevar una vida marcada por la pobreza y el desprecio hacia su obra. Su trayectoria es un reflejo de la lucha de un artista que encontró su voz en medio de la adversidad. Goico no solo fue un creador; fue un símbolo de autenticidad, libertad y resistencia en un entorno donde la comercialización del arte a menudo eclipsa la verdadera expresión artística.
Mi primer encuentro con Carlos Goico fue a través de un amigo, Joselo, durante nuestra adolescencia, en una época en la que comenzábamos a explorar la vibrante zona colonial de Santo Domingo. Siempre entrábamos por la calle Arzobispo Noel, donde solíamos detenernos en el colmado más cercano para comprar cervezas. Con risas y anécdotas, nos dirigíamos a su casa, donde lo encontrábamos sentado en la puerta, disfrutando de un cigarro y una bebida.
Esa rutina se convirtió en un ritual de inspiración. Nos ubicábamos frente a él, lo saludábamos y él nos recibía con amabilidad. Las conversaciones fluían con naturalidad; discutíamos sobre pintura, artistas y la vida cultural de la zona. Era un momento de entusiasmo en el que Carlos compartía con nosotros lo último que había creado. Sus obras eran auténticas, llenas de pasión y sin pretensión de agradar a nadie. En sus lienzos, buscaba captar la esencia de lo que la pintura debería ser: una expresión genuina de su ser.
Una de las lecciones más valiosas que aprendí de Carlos fue sobre la naturaleza del arte. En una ocasión, le pregunté de dónde obtenía sus materiales. Sin titubear, me reveló que los conseguía de imprentas y ferreterías. Desde entonces, entendí que para crear no se necesitan herramientas costosas, sino un profundo compromiso, talento y disciplina. Su enfoque rebelde y poco convencional lo llevó a convertirse en uno de los pintores más libres que he conocido, alejado de las exigencias comerciales del mundo del arte.
La amistad con Carlos era un recordatorio constante de la alegría de crear. Sus visitas eran un refugio para nosotros, un espacio donde la risa y la creatividad fluían sin restricciones. Sin embargo, la vida nos llevó por diferentes caminos, y tras varios meses sin verlo, nos llegó la triste noticia de su fallecimiento. En ese momento, reflexioné sobre su lucidez; nunca lo vi como un loco. Más bien, sentí que Carlos poseía una claridad de pensamiento que muchos no lograban alcanzar. Vivió por y para su arte de manera brutal e independiente, convirtiéndose en un testimonio de lo que significa ser un verdadero artista.
Carlos Goico dejó un legado que trasciende su propia existencia. Su obra, aunque a menudo ignorada en su tiempo, habla de una autenticidad que resuena aún en la actualidad. Su vida es un recordatorio de que el arte no se trata solo de lo que se crea, sino de cómo se vive y se siente esa creación. En un mundo donde el arte a menudo se mide por su valor comercial, Carlos nos enseñó que la verdadera riqueza radica en la libertad de expresión y en la pasión por lo que hacemos. Su ausencia se siente, pero su espíritu sigue vivo en cada pincelada de autenticidad y libertad que dejó en el lienzo de la vida.
Carlos, que la fuerza te acompañe.