Juan Butten
January 21, 2025
El 8 de diciembre de 2009, los periódicos de mayor circulación en la República Dominicana informaron sobre la muerte de Luis "Terror" Díaz. Dos días antes, había estado bebiendo ron con él, junto a Joselo, frente a un negocio ubicado justo frente a Casa de Teatro. Esa noche entendí por qué le llamaban El Terror.
En los periódicos, todos hablaban de la grandeza de sus canciones y destacaban su importancia en el arte popular dominicano, situándolo como uno de los compositores más relevantes de los últimos treinta años. Los elogios y las alabanzas hacia sus grandes aportes a la cultura dominicana, especialmente en la música, llenaban las páginas de los segmentos culturales. También se resaltaban sus investigaciones sobre los géneros musicales dominicanos.
En varias conversaciones que tuve con él, Luis compartió su pasión por la música, su vasto conocimiento sobre personajes de la zona colonial e incluso, de manera divertida, me contó sobre Shakira y la "jeepeta" que le había enviado como regalo, después de usar sin su consentimiento un estribillo de su famosa canción “Baila en la calle de día, baila en la calle de noche” en el éxito de Shakira “Hips Don’t Lie” without his consent.
A pesar de conocer la grandeza de Luis, me daba tristeza que los periódicos, al reseñarlo, se centraran solo en lo más superficial: su carrera musical. Si bien reconocían su talento y la importancia de sus canciones, no mencionaban las muchas capas que componían su vida. Había mucho más que contar, desde sus experiencias con otros artistas hasta sus historias personales.
Los periódicos decían que Luis nació en Bonao, República Dominicana, pero la información sobre su infancia era difusa o casi inexistente. Se hablaba de sus sobresalientes temas musicales, sus aportes al folclore dominicano, y se describía su personalidad como un hombre de "boca dura y corazón blando", un ser humano extraordinario. Sin embargo, ninguno de los diarios mencionó cómo era una noche con Luis en la zona colonial de Santo Domingo, ni cómo era él como persona.
Yo sí conocí esas historias, porque desde muy niño tuve el privilegio de conocerlo. Luis fue muy amigo de mi papá y de mi tío, y mi papá me contó una anécdota que nunca me atreví a preguntar a Luis. En la década de los 70, en la esquina de la calle Palohincado y Mercedes, mi papá vio a Luis con su guitarra en una madrugada. Le preguntó: "Luis, ¿pa' dónde vas?" Y él le respondió: "Voy para donde Paniagua, en el barrio María Auxiliadora, cerca del Hospital Morgan". Luis iba a tocar con uno de los pioneros de la bachata, pero el "jumo" que llevaba era tal que, cuando llegaron a la Federico Velázquez esquina Albert Thomas, mi papá le dijo: "Terror, ya llegamos", y Luis, al bajarse del carro, dejó la guitarra atrás. Mi papá, riéndose, tuvo que ir tras él tocándole las bocinas para devolverle la guitarra que había olvidado.
Nunca me había atrevido a contarle a Luis esta anécdota, pero cuando finalmente lo hice, explotó a carcajadas y me dijo que sí, que se acordaba de ese día. Siempre me trató con generosidad. Hablábamos y reíamos juntos, y siempre nos divertíamos. Recuerdo que en una ocasión, él me dijo: "Tu papá fue un duro". Se refería a mi papá como "El Estudiante", apodo que le daban por los diferentes rebuses que le armaba a Balaguer durante los doce años de su gobierno. Algo bastante paradójico, ya que uno de los motivos por los cuales Balaguer llegó a conocer a Trujillo fue por el abuelo de mi papá, Piro Estrella.
En lo personal, no conozco a ningún compositor dominicano con más canciones grabadas que las que le grabaron a Luis. Su capacidad para cambiar de géneros y hacerlos suyos era incomparable. No conozco otro artista que tuviera esa versatilidad.
Esa noche, Joselo y yo andábamos por la zona colonial, viendo exposiciones y visitando a entrañables amigos. Para algunos de ellos, vivir en la zona colonial era un sueño, y esa emoción se nos transmitía como si el logro hubiera sido nuestro. Visitamos una exposición de arte español en el Centro Cultural de España, subimos a Casa de Teatro, y justo al frente vimos a Luis, solo. Nos acercamos como siempre lo hacíamos, pedí un pote de ron, lo saludé y comencé a hablar con él. Fui tan idiota que le pregunté sin mediar palabras: "Maestro, ¿y lo de Shakira?" Sonriendo, me dijo: "Mira el regalo que me mandó la Shaki" mientras sonreía. Esa sonrisa nos contagió, a Joselo y a mí, mientras yo destapaba el ron, le echaba el trago de los muertos y me servía medio vaso, luego se lo pasaba a Joselo.
Me dio mucho gusto que Luis estuviera solo aquel día. Tomaba ron blanco a pico de botella y tarareaba una canción que sonaba en el colmado. La música estaba alta, y Luis le gritó al dueño del colmado que bajaran un poco el volumen. El mismo Terror de siempre, dominando el ambiente y dando órdenes como si tuviera algún poder sobre el dueño, que obedeció y preguntó: "¿Está bien?" Luis asintió con la cabeza sin siquiera mirarlo, mientras yo le hablaba de la salud de mi papá, que había sido operado del corazón.
En ese momento, alguien le dijo algo sobre una canción, y Luis le gritó con una voz que parecía amplificada por un equipo de sonido: "¡Coño! Yo no tengo que estar escribiéndole a ningún cubano del diablo!" Joselo y yo nos explotamos de la risa, mientras Luis se mantenía muy serio. Esa noche entendí que, quizás por lo fuerte de su voz, le llamaban El Terror.
En un abrir y cerrar de ojos, el lugar se llenó de gente. Entendí que ya no había nada más que decirle. "Adiós" era la palabra que tenía en mente, pero no la dije. Una obsenidad, ante lo bueno que estaba el ambiente. Lo miré, lo abracé, y salí del colmado con la música alta otra vez. Dejé la botella vacía junto a otras justo al frente del colmado, entre esos jóvenes que admiraban a Luis. Poco a poco, fumando, me alejé del colmado y crucé la calle. Joselo vino conmigo, caminamos atravesando la calle El Conde, cruzamos la Palohincado y llegamos hasta la calle 30 de Mayo, donde tomamos un carro de concho Al montarnos, me di cuenta de que ya era de día.