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La pálida

JUAN BUTTEN GOVERNOR ISLAND NEW YORK CUENTO CORTO

—¡Hola, papi! ¿Ya saliste?— me envía un mensaje Lala por WhatsApp, con cierta preocupación. Ya son más de las 2:00 p.m., y en Governors Island no permiten la entrada a quienes no residan allí después de las 4:00 p.m. Ese día se iba a rodar un cortometraje en el que Lala es la directora de maquillaje, y meses atrás me había comprometido a asistir a la proyección. Pero me olvidé por completo de este compromiso; pasé la noche bailando y bebiendo con mi corillo en un concierto del gran Chicho Severino en una discoteca de Washington Heights.

Aún me duelen los pies y la resaca es dueña de mí. Me siento cansado, débil, con un fuerte dolor de cabeza y unas náuseas insoportables. No quiero ver la luz, sudando como si tuviera fiebre, con una temperatura que supera los 38°. El teléfono comienza a sonar repetidamente, pero decido bajar el volumen. Con esfuerzo, pongo los pies fuera de la cama, me levanto y me dirijo al baño. Al mirarme en el espejo, veo mi rostro derritiéndose en su reflejo.

Recosto mi mano izquierda sobre la pared y lo que echo es puro ron, combinado con todo lo que consumí aquella noche. Al terminar, me doy cuenta de que he embarrado toda la orilla del inodoro. Exprimí la pasta dental y, como pude, trato de eliminar ese olor amoniacal de mi boca. Debo admitirlo: no me baño; solo me lavo la cara y salgo casi corriendo a mi cuarto.

Me visto como puedo, me pongo un gorro de lana rojo para el frío y salgo disparado hacia la estación del tren 4, que queda a tres bloques de mi casa en Woodlawn. Tengo que llegar a Bowling Green, más de veinte paradas después. Al llegar a la estación, mi MetroCard no funciona. Detrás de mí se coloca una señora muy pálida. A pesar de que hay otras diez entradas al tren, me mira como si yo fuera un idiota. Paso la tarjeta una y otra vez, y al final me dice que solo tengo $1.20, lo cual no es suficiente. La miro con frustración, mientras me aparto de la entrada, y ella continúa observándome como si fuera un idiota con gorro rojo.

Voy a recargar mi tarjeta en la máquina. Lo de siempre: le pongo $15 para que me devuelva monedas que nunca más volverán a usar, que terminarán en una caja llena de monedas de todas las denominaciones, de las que todavía no sé el valor exacto de cada una. Escucho el sonido del tren llegando. Vuelvo a la entrada y paso la tarjeta una, dos, tres veces. Finalmente, la máquina se compadece de mí. Corro para subir los noventa escalones que llevan al tren. Justo cuando estoy a punto de entrar, la puerta se cierra. Dentro está la señora, que ahora ya no es tan pálida ni tan seria; está roja y sonríe, sin dejar de mirarme mientras ríe a carcajadas. Levanto el dedo índice y le digo “fuck you”. La veo alejarse, riendo, mientras yo quedo agotado.

Recuerdo que debo dejar de fumar, porque estoy tosiendo y me falta el aire. Parece que mi corazón no puede bombear suficiente sangre para suministrar oxígeno a mi maltratado cuerpo, saturado de alcohol. Así que decido sentarme en uno de esos bancos y esperar el próximo tren. Sin aliento y con una frustración creciente, enciendo un cigarro para calmarme, esperando que el tren llegue y me lleve finalmente a Wall Street, donde podré comprar el ticket y tomar el ferry hacia mi destino: Governors Island.

Estuve sentado todo ese tiempo, encendiendo un cigarro tras otro. Al escuchar el sonido del tren, me pongo de pie y me monto en un vagón donde solo hay dos personas: una mujer con una falda larga negra, blusa blanca de mangas abultadas y un pañuelo brillante de múltiples colores, que tiene un aire gitano, aunque sus pies están calzados con unos tenis Nike Travis Scott. En un asiento, un hombre descalzo duerme como si hubiera tomado todo el asiento como cama.

La gitana se acerca, toma mi mano, frunce el ceño y me dice: “Veo que tendrás un hermoso futuro”. Sigo con la ironía y le pregunto si ve que por casualidad me sacaré la lotería. Me responde que no, que tendré mucha suerte en el dinero, pero no en el amor. Sonrío y ella me mira a los ojos antes de decirme, con su acento español, que son 20 dólares. Le respondo: “¿Cómo así?” y me explica que cobra eso por sus predicciones. Saco las monedas que tengo y le digo que es todo lo que tengo.

Ella me mira con cara de asco justo cuando el tren se detiene en Fordham Road. Las puertas se abren y un grupo de ocho jóvenes de origen latino entra al vagón, entre risas y hablando a voz en grito, todos vestidos de negro, con chaquetas y los mismos tenis Nike Travis Scott. La gitana continúa insistiendo en que le pague sus 20 dólares, y sin remordimiento le digo que no. En la 183 Street, el tren se detiene y la gitana me advierte que para mí hoy será un mal día en todos los sentidos. Solo sonrío y fijo mis ojos en la multitud que llena el vagón.

Entre todos, se acerca una pareja de turistas con chaquetas y gorras de los Yankees, disfrutando del desorden y los gritos que reinan en el tren. En la siguiente parada, nadie se desmonta, pero entran dos jóvenes que se sientan a mi lado y comienzan a besarse y tocarse. Mientras vamos por la 170 Street, me doy cuenta de que todos llevan los mismos tenis Travis Scott y comprendo que yo nunca he sido cool. Luego, entra un grupo de bailarines de hip-hop que comienzan su espectáculo, colgándose de los tubos del vagón y dando vueltas en el aire. Los turistas japoneses empiezan a grabarlos y todos aplaudimos. Uno de los bailarines, al quitarse el gorro, va recibiendo propinas, y un japonés, tras grabarlo de principio a fin, le pone $20 en el sombrero.

Cuando el tren llega a la 161 Street, todo el vagón sale como si fueran a ver el juego de la serie final de los Yankees. El último en salir es el durmiente, que se agarra el pantalón con una mano y sale descalzo, como si estuviera anestesiado. Después de tanto tiempo, llego a la estación final, donde debo caminar un buen rato para tomar el ferry hacia la isla. Ya son algo más de las 3:35 p.m. Camino a prisa entre turistas que se toman fotos junto al toro de Wall Street, sonriendo de forma idiota, mientras yo casi corro para llegar.

Finalmente, me coloco en la fila para comprar el ticket que me permita cruzar. La máquina está dañada y solo faltan quince minutos para hacerlo. Sin embargo, aún mantengo la esperanza de que la fila avance rápido. Cuando por fin llego frente a la dependienta, me doy cuenta de que es la misma señora pálida del tren. Al ponerme justo frente a ella en el mostrador, sin que yo le pida el ticket para Governors Island, me dice: “No more ticket”. Comienza a reír a carcajadas, y los guardias a su lado se contagian de su risa. Yo los miro como un idiota, sintiendo que el tiempo se me escapa. Justo en ese momento, mi teléfono comienza a sonar; veo que Lala me llama otra vez y, al instante, comprendo que no vale la pena contestar.

Lo que mejor se me ocurre es irme. Al hacerlo, levanto el dedo del medio hacia la señora pálida y empiezo a sonreír, mientras ella y los guardias dejan de reír y se ponen muy serios.

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